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“Padre Francisco, salga por Cristo a pregonar una justicia más real. No tenga calma, háblele al alma del pueblo en pie ¡Se necesita tanta fe! Sea usted capaz”. Con esas estrofas Miguel Cantilo terminaba un tema que cantaba junto a Jorge Durietz allá por los 70 cuando ambos formaban el dúo Pedro y Pablo. El tema representaba una cruda demanda a la Iglesia de esos años convulsionados de nuestro país.

Muy lejos de entonces, en esta Argentina que concluye su segundo centenario, el cardenal Bergoglio ha vuelto a hablar. Desde su púlpito de celebrante de misa, con su lenguaje encriptado y sus opiniones elípticas, acaba de despotricar contra la ciudad de Buenos Aires, acusándola de “coimera” y “vanidosa”.

Antes, durante la Navidad, nos advirtió sobre nuestra “tentación” de dejarnos llevar por ídolos “que no pueden prometer absolutamente nada” y que como “grandes fuegos artificiales iluminan un minuto y después se van”.

Bergoglio, en varias oportunidades, se ha quejado confusamente de ciertos aspectos del funcionamiento de la política y de la institucionalidad argentina. Llegó a decir que la política es “una calesita en la que la sortija la sacan siempre los mismos”. Como si ello no representara suficiente crítica, acaba de cuestionar “la violencia verbal” que conlleva nuestro debate político y de presionar a Mauricio Macri (con eficiencia por cierto) reprochándole el haber aceptado pasivamente que el matrimonio gay autorizado por la Justicia se pudiera celebrar en el Registro Civil de esta ciudad.

El cardenal Bergoglio ha dejado de hablarle al alma de los argentinos, muchos de ellos acorralados por la pobreza o marginados en la indigencia. Es mayor el tiempo que dedica a reunirse con dirigentes opositores que el que ocupa en atender las muchas necesidades de la gente. Está claro que habla más pensando en los medios de comunicación que en la conciencia cristiana de sus fieles. Actúa más como un político ocasionalmente opositor que como un predicador de la fe cristiana.

¿Es razonable que un cardenal se inmiscuya tan frontalmente en cuestiones que hacen al quehacer político de nuestro país?.

En todos los tiempos y en todos los lugares, nunca ha sido fácil la relación entre la Iglesia y el Estado. La historia de la humanidad da cuenta de los múltiples conflictos que ha enfrentado al poder de los hombres con el poder celestial. Pese a todo, en la modernidad el Estado laico fue abriéndose paso, dejando atrás un tiempo en el que a la Iglesia se le reconocía un poder secular singular. Sin embargo, en países de fuerte tradición católica, la Iglesia nunca dejó de ostentar su dominio. A veces, operando como un grupo de presión y, a veces, haciéndolo como un factor de poder.

Si es cierto que la Iglesia ejerce tal poder de intervención, uno no debería inquietarse porque sus máximas jerarquías opinen sobre la realidad política del país. Sin embargo, la mayor intranquilidad está determinada por las cosas que algunas veces se dicen y el modo como se expresan.

Cuando la Iglesia muestra preocupación porque la pobreza aumenta, uno debería entender que esos conceptos dejan al descubierto una inquietud real de quienes dicen querer amparar a los más desposeídos. Dejando de lado que cuando así actúan lo hacen apoyándose en datos poco confiables y teniendo expresiones nada imparciales, uno hasta puede celebrar que los representantes de Cristo se ocupen del pesar de los que no tienen. Al fin y al cabo, si en otros tiempos no lo hicieron es bueno que ahora lo hagan.

Lo que no parece simple de comprender es hacia dónde apuntan muchas de las críticas que Bergoglio enarbola. Y ello es así porque sus cuestionamientos, por lo general, aparecen teñidos del mismo tinte que colorea a casi todas las críticas opositoras. ¿Qué es la ciudad coimera? ¿Quiénes son los corruptos y quiénes los corruptores? ¿Por dónde pasa la violencia verbal de la política argentina? ¿Cómo se llaman los que siempre sacan la sortija en la calesita de la política? ¿Cuál es la inconducta institucional de quien respeta un fallo judicial que avala que dos personas del mismo sexo contraigan matrimonio?.

En los años recientes de la Argentina, antes que nuestra democracia se restableciera en diciembre de 1983, la Iglesia no se expresaba con la vehemencia con que hoy lo hace. El recuerdo que uno tiene de esos tiempos, y salvo honrosas excepciones como las de los obispos Jorge Novak, Miguel Hesayne o Jaime de Nevares, es el de una Iglesia cuanto menos pasiva ante la sistemática violación de los derechos que nos caben por nuestra condición humana. Algunos clérigos no sólo toleraron la conducta genocida sino que hasta se convirtieron en cómplices de quienes la practicaban. Monseñor Antonio Plaza o el sacerdote Christian Von Wernich son una prueba de lo que acaba de decirse.

Cuando recuperamos la institucionalidad, la Iglesia comenzó a fustigar a la política. La firmeza crítica que empezó a mostrar con los gobiernos populares no la tuvo para con quienes antes habían asaltado la república. Todos recordamos a Raúl Alfonsín trepado al púlpito de la iglesia Stella Maris para contradecir las enormidades que en torno a la democracia había pronunciado el entonces capellán del Ejército. Todos recordamos las duras homilías que Bergoglio dedicó mientras Néstor Kirchner era presidente de los argentinos.

Que la Iglesia se ocupe del presente no está mal. Que lo haga de manera crítica y objetiva, tampoco. Pero que a través de su máxima jerarquía lance un sinfín de imputaciones tan imprecisas como inquietantes, es definitivamente equivocado.

Si es que Bergoglio sabe que la “coima” se adueñó de la ciudad, es necesario que señale a los “corruptos” y también a los “corruptores”. Si no lo hace, deberá aceptar que en lo impreciso de su imputación se esconde cierta vocación de poner en tela de juicio a la misma institucionalidad que los porteños han elegido como su gobierno.

Lo tremendamente injusto de semejantes aseveraciones reside precisamente allí: en el hecho de no establecer quiénes son los responsables de semejante decadencia y cargar el sayo sobre toda la institucionalidad democrática.

En estos días, la justicia argentina ha condenado con penas de prisión a dos hombres de la Iglesia acusados de haber cometido abusos sexuales y de haber corrompido menores. Monseñor Edgardo Storni y el sacerdote Julio Cesar Grassi, sobre ellos ha caído el peso de la ley, son una prueba elocuente de un problema que enfrenta la Iglesia no sólo en Argentina sino en el mundo entero.

¿Cómo se entendería si, fundado en esos antecedentes, alguien hablara de la “iglesia pederasta”? ¿Qué pasaría si a partir de las imágenes difundidas de sacerdotes complaciéndose con “juguetes sexuales” a alguien se le ocurriera hablar de la “iglesia onanista”? La enorme inequidad que tal generalidad conllevaría sería proporcional al efecto devastador que semejante afirmación tendría sobre la institucionalidad religiosa. Eso no lo merece la Iglesia, como no merece la institucionalidad de la república las imprecisas imputaciones del arzobispo porteño.

Aunque a Bergoglio le cueste entenderlo, no es la “violencia verbal” del debate político lo que hace daño a nuestra democracia. Hay mucha más “violencia verbal” cuando se lanzan acusaciones vagas y cuando se trata a la política como un juego del que muy pocos participan sin señalar a los pícaros que parecen predestinados a sacar siempre el premio extra cuando la pantalla marca el final del juego.

Ocurre que las expresiones con trascendencia pública deberían estar preservadas por la mesura y el buen tino de quienes las pronuncian. Esa exigencia les cabe a todos por igual. No sólo a los dirigentes de la política. También les cabe a los hombres de la Iglesia. Si no exigimos que así se haga y permitimos que se lancen al viento acusaciones que pueden caer en la cabeza de cualquiera y derruir los cimientos de la institucionalidad, corremos el riesgo de estar socavando el mismo terreno en el que estamos parados.

Y no se trata de preservar un sistema que bastante deteriorado se muestra. Se trata de buscar que las correcciones que merece se marquen con toda precisión, tratando de evitar que el costo de la cirugía que haga falta no caiga sobre los que son ajenos a la decrepitud que pretende cambiarse.

Mucho mejor sería que Bergoglio mirara a su alrededor, entendiera la realidad que nos envuelve y le hablara al alma de los hombres y mujeres que padecen este presente para ayudarlos a cambiarlo. Si leyera esa realidad que nos atraviesa descubriría que el amor no siempre es eterno y que los matrimonios se disuelven. Y también advertiría que a veces el amor asoma entre personas del mismo sexo que, lejos de ser pecadores, han emergido de esos mismos matrimonios bien constituidos que tanto respeta la Iglesia.

Lo ideal sería que nuestro cardenal primado haga aquello que alguien le reclamaba al padre Francisco: hablarle al alma del pueblo en pie. Pero claro, antes que dialéctica política ¡se necesita tanta fe!...
Autor: Alberto Fernandez.